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FINISTERRE, EL FIN DEL MUNDO…¿O NO?
Érase una vez un lugar de playas salvajes, de paisajes agrestes, de una belleza sublime… Un lugar en el que desde tiempos de los fenicios se rendía, mediante su Ara Solis, culto al dios Sol, devolviendo este vida llenando sus campos de cosechas y de bebés los vientres de sus valientes madres.
Érase un vastísimo océano, un Mare Tenebrosum en el que pocos osaban adentrarse; un mar que albergaba el fin del mundo, en una época en la que la Tierra era plana y misteriosa, y el misticismo, la magia y los enigmas se entrelazaban conformando las amenazantes olas de sus aguas.
En Finis Terrae cesaba la vida, a lo largo de los siglos fueron muchos y muchos los naufragios de los que esta Costa da Morte fue testigo. En Finis Terrae, donde el horizonte es inmenso y nada se ve más allá, terminaba el mundo.
CAMINANTES DEL FIN DEL MUNDO
Érase una vez una península de 3 km en un enclave privilegiado, un enclave que atesora una de las puestas de sol más bonitas e increíbles de nuestra tierra.
En el Cabo Finisterre, a los pies de ese faro de 17 metros cuya luz da esperanza y seguridad hasta 65 km mar adentro, peregrinos, visitantes, habitantes…se asientan sobre las rocas sorteando las cabritillas salvajes que allí habitan.
En más de una ocasión me encontré en ese mágico rincón, entre decenas de ojos asombrados, unidos por la belleza de ese sol anaranjado que el mar engullía, sobrecogida por la inmensidad de ese océano que se abría ante nosotros. El silencio impresiona, como si cualquier ruido pudiera contaminar la pureza del momento y fuera vital preservarlo.
Una torreta cercana recogía botas, pulseras, pañuelos y todo tipo de objetos que los peregrinos del Camino de Santiago, tras recorrer los 90 km que separan este de Finisterre, deciden depositar aquí. ¿Será para ellos Finisterre el fin del mundo? Tal vez el fin de una etapa sí, pero, ¿del mundo? Creo que más bien todo lo contrario.
SU FIN DEL MUNDO NO ESTABA EN FINISTERRE
Hace muchos, muchos años, peregrinar a Finisterre era la pena para numerosos condenados llegados de varias partes de Europa. Durante el tiempo que les llevara realizar ese recorrido, no podían ducharse, cambiarse de ropa, y solo podían alimentarse con pan y alubias.
Una vez en su playa se sumergían en sus aguas. Cuando el sol se ponía, sus pecados y esa vida morían con él, renaciendo al amanecer con la nueva salida del astro y comenzando de cero su historia.
Érase pues un lugar donde los sueños nacían, y las almas sanaban; dónde tantos espectadores quedaron tan marcados que se convirtió en Patrimonio Europeo en 2007. Érase un lugar más de esos de nuestra terriña que tanto orgullo nos despiertan, que recordamos con morriña cuando estamos lejos de nuestra Galicia. Nuestra Finisterre, nuestro fin del mundo, nuestro inicio de tanto.