
Aquí la arena es bastante clara. Para entrar en el agua tienes que caminar sobre rocas. Arena, rocas, y el mar, esa es la disposición. Miro al frente y y el agua baila reflejando el brilli brilli de un sol en lo más alto.
Hacia la izquierda emerge Lanzarote, majestuoso, salvaje. Sus paredes de roca, tan vírgenes, tan naturales, se elevan fuertes sobre el agua. Son escarpados acantilados que se alejan hasta convertirse en una silueta que rodea todo lo que vemos. A lo lejos son eso: un contorno, de color uniforme, donde alguna nube se engancha, donde la bruma se esconde, donde la vista es lo único que alcanza, donde solo el paso de algún velero rompe ese skyline playero.
A la derecha, las olitas se deshacen blancas contra ese reborde de roca negra que en forma de semicírculo separa el mar de nuestra isla. Escasa vegetación trepa por la ladera dando tonos parduzcos a esa arena que lo cubre todo. Y al fondo, un volcán. Deseamos subir al cráter y asomar nuestros curiosos ojos por ese borde.
Si tuviera que definir con una palabra este lugar, sería silencio. Y con dos: silencio y paz. Porque es lo que reina, es lo que se respira en cada embiste de esas olas. Hay sonido de olas y nada más. Es un pequeño paraíso a 30 minutos en ferry de Lanzarote.