Pocos consejos puedo dar, pero este sí: si cruzas la frontera con Bosnia y crees que puedes decir en español lo que te de la gana porque no te van a entender, piénsatelo 2 veces.
Llegamos a la frontera y a ver, el policía que nos pidió los pasaportes era muy mono, las cosas como son. Bien, no voy a decir cual de las 3 fue, (aunque lo sabéis seguro) pero a alguien se le ocurrió decir en alto lo que todas pensábamos, (y algún despropósito más). El policía no sonreía porque fuera majo, no, sonreía porque se estaba enterando de toooodo. Cuando se despiden de ti en tu lengua y con fluidez…algo ha pasado. Lo cierto es que durante la guerra, muchos cascos azules estuvieron destinados allí, y parte de la población aprendió nuestro idioma.
Las carreteras bosnias son malísimas; tardas mucho en recorrer distancias muy cortas porque el firme es pésimo. Una carretera nacional española en mal estado, es el equivalente a una de sus vías principales. La guerra, apenas 25 años después en aquel momento, seguía haciéndose palpable en todas partes.
Cerca de Mostar empezamos a darnos cuenta de la envergadura de aquel episodio: nos encontramos un cementerio tan, tan grande…Ocupaba todo el suelo desde donde estábamos, hasta una colina que se veía a lo lejos. A mí me sobrecogió.
Cuando llegamos a la ciudad pasaron 2 cosas: primero el ver una zona cuidada, bonita, orientada al turismo, que entraba por los ojos y hacía que por un momento olvidaras lo que acababas de ver al entrar; pero después, en la verdadera ciudad, el bofetón de realidad era brutal.
Hace hoy 32 años, Mostar se desangraba. Bea recordaba ver caer su mítico puente hoy reconstruido, y yo recordada ver las noticias con mi abuelo y escuchar hablar de nuestros cascos azules. Mostar hoy lucha por salir adelante. Esa zona turística es una de las mayores muestras pero, como te decía, al salir de ella, se te pone un nudo en la garganta que cuesta deshacer: paredes de casas llenas de agujeros de balas, cementerios llenos de niños y jóvenes en cuyas lápidas «1993» se repite hasta asustar, casas todavía destruidas, y una pobreza desoladora.
Mientras comíamos en una terraza, una chica con un bebé se acercó a pedirnos las sobras de nuestra comida. Sentí tanta vergüenza por haber dejado algo cuando hay gente que no tiene nada… Aquí te conté que caminamos en silencio buena parte del recorrido, es que dolía, te hacía sentir muy humilde y desde luego afortunado por no haber tenido que vivir algo así.
En Mostar también le sacaban cierto partido a tal conflicto, cosa que me parece una frivolidad y de un gusto pésimo, pero llegaban a vender balas y casquillos, utensilios de guerra, cuchillos, máscaras…
Todas las visitas enriquecen y esta no iba a ser menos porque te hace reflexionar, recolocarte en el mundo, indagar más sobre lo que has visto y ha pasado…pero fue muy duro. A mi Mostar sí me marcó y me sigue removiendo cada vez que pienso en ella, escribo, o releo el relato que hace un tiempo publiqué.
Esa noche dormimos en Dubrovnik, en un apartamento que ni San Google Maps nos ayudó a encontrar de lo escondido que estaba, pero en el que pasamos los últimos días de nuestro súper viaje. ¡Te sigo contando!